Qué difícil es preguntar.
Y, sin embargo, qué indispensable es.
Resulta inevitable preguntarse:
¿por qué no nos enseñan a preguntar en la escuela?
¿Por qué no existe una clase dedicada a perder el miedo a formular preguntas?
En el sistema educativo, por lo general, se nos enseña a responder. El docente pregunta, el alumno contesta. Hay exámenes, evaluaciones, pruebas estandarizadas… todas diseñadas para medir nuestra capacidad de dar respuestas correctas. Pero cuesta trabajo recordar un solo examen en el que se nos haya pedido formular preguntas.
Y esto parece contradictorio cuando afirmamos que uno de los grandes objetivos de la educación es formar alumnos analíticos, críticos y reflexivos. Porque si hay una habilidad esencial para el pensamiento crítico, esa es precisamente saber preguntar.
La pregunta como origen del conocimiento
Grandes pensadores de la educación, como Paulo Freire, afirmaban que enseñar no es transferir conocimiento, sino crear las posibilidades para su construcción. Y esa construcción comienza siempre con una pregunta.
Preguntar es maravillarse.
Preguntar es detenerse ante lo desconocido.
Preguntar es aceptar que no sabemos… y que queremos saber.
Antes de cualquier descubrimiento, hubo una pregunta.
Antes de cualquier teoría, alguien se atrevió a cuestionar lo que parecía evidente.
El ser humano ha avanzado no por las respuestas que ya tenía, sino por las preguntas que se atrevió a formular:
¿Qué brilla en el cielo?
¿Qué hay más allá de lo que vemos?
¿Por qué suceden las cosas?
Gracias a esas preguntas hoy conocemos el universo, la ciencia, la tecnología y también a nosotros mismos.
La escuela y el miedo para preguntar
En la escuela pocas veces se enseña a preguntar.
Y peor aún: muchas veces se castiga, directa o indirectamente, al que pregunta.
El miedo aparece pronto:
“¿Y si mi pregunta es tonta?”
“¿Y si ya debería saber eso?”
“¿Y si los demás se burlan?”
Ese miedo provoca silencio. Y el silencio, cuando no es reflexivo sino impuesto, frena el aprendizaje.
¿Cuántas veces, al escuchar la frase “¿alguien tiene alguna pregunta?”, nuestra mente se llenó de dudas que nunca salieron de nuestra boca?
Preguntas que dieron vueltas una y otra vez, quedándose atrapadas por miedo a no saber si eran “buenas” o “correctas”.
Pero no existen preguntas tontas.
Existen preguntas no formuladas.
¿Y si enseñáramos a preguntar?
Imaginemos por un momento una escuela donde exista una clase dedicada únicamente a preguntar.
Una clase en primaria donde los niños aprendan que preguntar no es fallar, sino pensar.
Una clase en secundaria donde se les rete a formular preguntas profundas, incómodas, curiosas, incluso aquellas que no tienen una respuesta inmediata.
¿Qué pasaría si, en lugar de dar siempre las explicaciones, los maestros retaran a los alumnos a formular las preguntas correctas?
¿Y si parte de la evaluación consistiera en que los estudiantes elaboraran las preguntas del examen?
Esto no solo desarrollaría pensamiento crítico, sino también seguridad, autonomía y confianza.
Preguntar es un acto de valentía
El psicólogo Lev Vygotsky señalaba que el aprendizaje ocurre en interacción, en diálogo. Y no hay diálogo sin preguntas. Preguntar implica exponerse, mostrarse vulnerable, reconocer que aún estamos en proceso.
Tal vez por eso cuesta tanto.
Pero una educación que no enseña a preguntar corre el riesgo de formar personas que saben repetir, pero no cuestionar; que saben obedecer, pero no comprender; que saben responder, pero no transformar.
Educar para la curiosidad, no para el silencio
Si queremos formar alumnos capaces de aprender durante toda la vida, debemos enseñarles a preguntarse, a cuestionar su entorno, a reflexionar sobre lo que ocurre a su alrededor.
Porque el crecimiento comienza con una duda.
El aprendizaje nace de una pregunta.
Y el futuro se construye con personas que no tienen miedo de decir:
“No sé… pero quiero saber.”
Tal vez el mayor regalo que la escuela puede dar no sea una respuesta correcta, sino la certeza de que preguntar es el primer paso para descubrir el mundo.


